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martes, 15 de septiembre de 2015

Una tarde en la escuela


<<Una de nuestras travesuras -o mejor dicho mías, porque Adrián dejaba que la ejecutara solo- consistía precisamente en dejar caer la manilla sobre la piel tendida, mientras Luca alteraba la tonalidad provocando una verdadera cacofonía>> 

Doktor Faustus. Thomas Mann







Jamás olvidaré aquella tarde en la que, como tantas otras, acompañé a mis padres a la escuela de música. Sería un martes o un miércoles a la salida del colegio, y como no había nadie para quedarse en casa conmigo, me llevaron con ellos.
Las escuelas de música son recintos extremadamente silenciosos cuando no hay nadie. Son lugares insonorizados. O deberían serlo.


No tendría más de 6 años. Esa edad en la que todo es gigante, el tiempo parece no pasar y tu única preocupación existencial (al menos la mía en aquel momento) era saber si al llegar a la escuela aún quedaría una de aquellas berlinas de chocolate recién hechas que servía el señor de la cantina. Siempre acompañada de un batido, también de chocolate.

Aquella tarde llegamos más pronto de lo habitual y las clases aún no habían comenzado. Mis padres tenían reunión del claustro de profesores y yo decidí salir de la sala de reuniones, escapando de un aburrimiento atroz.
No había nadie por el pasillo, en ningún piso. De vez en cuando se escuchaba toser al conserje desde la entrada principal del edificio en la planta inferior. En el piso intermedio sólo estaban ellos, muy quietos, esperando silenciosamente a que alguien los hiciera hablar, cantar o gritar. En la planta superior había un aula casi siempre vacía y bastante extensión por ocupar. Parecía un escondite secreto al que poder acudir para pensar, escapar de mis fechorías (que era lo más frecuente) y por supuesto, oír esa mezcla sonora difuminada que procedía de las aulas en las que se estaba dando clase o estudiando. Los que hayan sido alumnos de música sabrán bien a qué me refiero.
Pero aquella tarde reinaba el silencio. Un silencio tan poderoso que parecía poder cobrar vida en cualquier instante, cuando menos lo esperase. Y allí estaba yo.

Recorriendo el pasillo que conectaba con las aulas del piso intermedio, fui colándome en cada una de ellas. Estaban con las luces apagadas, en la penumbra. Tan sólo iluminaba su interior la poca luz que procedía de un ventanal de vidrio próximo a la sala de reuniones, extinguiéndose al final del pasillo en donde la oscuridad era prácticamente total. En todas las aulas había lo mismo, una mesa con una silla cómoda, un piano vertical con su banqueta y la silla del profesor, cuadros de armaduras y tonalidades, dibujos hechos por los alumnos más pequeños y un espejo para que los estudiantes de instrumento de viento pudieran corregir malas posiciones a la hora de tocar.

Esas aulas no me decían mucho porque ya las conocía bastante bien. En ellas daban clase mis padres y yo solía estar en la mesa haciendo algunos deberes o matando el tiempo con cosas de niño como molestar mientras se daban las clases (tenía 6 años).

Pero al final del pasillo, allí donde casi no llegaba la luz, había una puerta doble que encerraba otra estancia, la más grande de la escuela, y a la que nunca podía acceder porque siempre estaba en uso por otras personas. La sala de ensayo de la banda.

Al no haber nada ni nadie que me lo impidiera, me atreví a abrir la puerta. A mis ojos era una sala inmensa, llena de muchas cosas que en su momento no sabía qué eran. Por ejemplo, un trozo de madera grande y cuadrado que había en el suelo (una tarima), un montón de palos con una bola al final (baquetas), un triángulo de metal que no acababa de unirse por uno de sus vértices y varios objetos extraños que no lograba distinguir por la falta de luz. Busqué el interruptor de la sala y, asegurándome de que no hubiera nadie por allí, encendí las luces.

Mi sorpresa fue enorme. Parecía que había encontrado un tesoro oculto, era algo muy especial, muy atractivo y diferente a todo lo que había visto antes. De hecho, en aquel momento esa sala desbancó a las berlinas y no tenía otra cosa en la cabeza más que disfrutar de lo que había descubierto. No había nadie, y lo único que podía percibirse levemente era el zumbido del tubo fosforescente.

Sabía que me quedaba muy poco tiempo antes de que esa atmósfera de intimidad tan excitante llegara a su fin, así que me apresuré y empecé a analizarlo todo con extrema curiosidad infantil. Eso sí, cuidadosamente y sin ser descubierto.

Todos me miraban, inmóviles, callados, muy atentos. Y muy vivos. Eran de metal, de madera, de distintos colores y tamaños, con "botones" muy extraños que se podían pulsar para que el mecanismo se desplazara. Estaban todos allí, para mí solo.

De pronto hubo un objeto que estaba al fondo de la sala y que llamó poderosamente mi atención. Era el más grande de todos y se mantenía en pie con un soporte metálico con unas ruedas pequeñas. Me preguntaba qué podía ser aquello y fui a examinarlo. Parecía una rueda gigante recubierta de madera, y esa madera rodeaba una especie de tela elástica a ambos lados. Tenía unos tornillos alrededor para mantenerse bien sujeto. Y junto a aquella estructura había una bandeja con más palos que terminaban en bola. Acababa de descubrir el bombo.

Uno de aquellos palos de la bandeja era mucho más grande que los demás, y en lugar de acabar en bola terminaba en una masa de lana. Evidentemente, mi reacción era de esperar. Cegado por la curiosidad agarré la maza del bombo. Me acerqué a él. Y del impulso que cogí para golpear el parche, el bombo llegó a desplazarse.

Me quedé aturdido y asustado. Durante unos segundos no sabía qué hacer. Además, la tos y los pasos del conserje se acercaban a bastante velocidad. Lo único que se me ocurrió fue salir corriendo a mi escondite en el piso superior, rezando por que no me pillaran.

Ya arriba, me senté junto a la puerta del aula vacía, reviviendo en mi mente todo lo que acababa de suceder, volviéndolo a reproducir una y otra vez tratando de sentir esa curiosidad mezclada con miedo y emoción que había vivido hacía un momento. Al rato, empezaron a escucharse en el piso intermedio voces de niños, carreras, gente más mayor, música fragmentada y de nuevo aquella mezcla sonora difuminada, que me acompañó cálidamente durante aquellos días de mi infancia, como mi mejor amiga.



Por cierto. Esa misma noche al salir de la escuela de vuelta a casa, mis padres me echaron un poco la bronca, pero entre risas. Estaba convencido de que nadie me había descubierto. Pero el conserje, que sabía muy bien quién había en la escuela en todo momento, les dijo que me había dejado la luz encendida...







A mis padres, que me enseñaron la luz











1 comentario:

  1. Mi esposo travieso. Que relato tan tierno y que forma de describir tan claramente tus recuerdos (cuantos detalles recuerdas, y que nítidos parecen estar en tu memoria!). Me has sacado una sonrisa y aun permanece en mi rostro mientras te escribo. Te quiero.

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